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Reyes Adorna

Inventa y construye miles de castillos en el aire, sin importarle si se derrumban. Y en sus ratos libres, es profesora de literatura.

Sus cuentos en Mundo Du

Mutilación

—Oh no, otra vez no, por favor— gritaba por dentro cuando sintió que sí, que de nuevo una de esas malditas diarreas que ya conocía de memoria. Pero esta vez el escenario era distinto. Estaba en su piso recién estrenado, y olía a la esencia de lavanda que con tanto primor había escogido su mujer. Llevaban menos de un mes casados y ya tenían las cortinas colocadas, los cuadros color pastel en las paredes color salmón, tres cristalerías en las vitrinas y hasta habían comprado en la feria del libro un Don Quijote de oferta, para ponerlo en la estantería, porque daba aire de cultura y porque la encuadernación hacía juego con la tapicería de las sillas y de los tresillos.

Cuando terminó de descargar su cuerpo de tanta porquería, se dio cuenta de que no había papel higiénico por ningún lado. Decidió levantarse y medio desnudo, indignado e incómodo por la situación, comenzó a buscar con la mirada cualquier cosa que pudiera servirle para limpiarse, hasta que halló en la estantería ese volumen gigante del Quijote de adorno y no lo pensó dos veces. Abrió el libro cervantino por donde el azar quiso, le arrancó cuatro o cinco páginas rellenas de aventuras idealistas, se limpió escrupulosamente, y llenó de mierda la libertad del Quijote, al estilo del barbero o del cura, pero mucho más apestosamente. Después, ya tranquilo, cogió a su salvador mutilado, lo cerró con un golpe seco y lo volvió a colocar en su sitio, pensando que allí no había pasado nada, y que qué más daba, si en esa casa nadie lo iba a leer jamás.

El ático

Mis abuelos estaban hartos de advertirme que no fuera al ático, pero nunca me explicaron el porqué. Como soy de naturaleza curiosa, aproveché que no estaban en casa y me dirigí hacia allí algo asustado. Abrí la puerta y sólo vi lo que todo el mundo espera encontrarse en un ático: muebles antiguos, estanterías llenas de cajas y un baúl repleto de polvo. Éste llamó mi atención, y sin pensar demasiado, lo abrí. Me quedé un poco sorprendido al ver que dentro de él sólo había un libro, uno grande y extraño cuyo título era Personajes. Creyendo que era una obra de gente importante, lo abrí con cuidado y rápidamente y sin que yo pudiese hacer nada por evitarlo, fui absorbido por él, tragado sin masticar.

Ya me he acostumbrado a vivir en un libro, incluso he asimilado mi condición de personaje de ficción. Lo que sigo sin soportar es haberme convertido en el jefe ambicioso de una gran empresa, porque desde que vivo aquí no hago más que gritar, trabajar y llevar corbata.

El destino

La pitonisa me dijo que mi vida cambiaría de forma radical. Pero no me dijo en qué consistiría ese cambio.

Viendo que el tiempo pasaba y todo seguía igual, me divorcié de mi marido, aunque en realidad lo quería, me mudé de ciudad, aunque mi ciudad me gustaba y me busqué un trabajo totalmente distinto al que tenía, aunque la verdad es que el trabajo me daba mucha satisfacción.

Ahora, cuando veo mi vida tan cambiada, echo de menos a mi marido, a mi ciudad y a mi trabajo, pero he llegado a la conclusión de que qué le voy a hacer, si ese era mi destino.

Anulaciones

Tenía un amigo y una amiga que cuando se conocieron, observaron que tenían tantas cosas en común que decidieron hacerse pareja. Con el paso del tiempo, eran tantos los gustos y los comportamientos idénticos, que pensaron con lógica aplastante que sus coincidencias iban más allá de la casualidad. Cada vez que los veía, me sorprendía ver que en sus rasgos faciales iban apareciendo expresiones del otro, y últimamente aseguro que sus rostros se han desdibujado tanto que ya no distingo quién es quién. Por la calle, cuando los acompaño, advierto que la gente se les queda mirando como a un par de gemelos y puedo asegurar que hace unos días sus huellas dactilares han desaparecido.

A veces me quedo mirando las fotos de quienes fueron y me echo a llorar por los amigos perdidos.

La razón

Le dijeron que no había dioses, ni mitos ni ritos, ni cielos ni infiernos, ni siquiera que se fiara de su imaginación, de sus emociones o de su intuición, y mucho menos que creyera en la magia.

Y se quedó sola la razón razonando.

Y se murió de pena.

Pero no soltó ni una lágrima.