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Todos los relatos (página 10 de 13)

La costumbre

Asisto, obligado y expectante, a su conversación telefónica:

–Llegaré a Madrid sobre las dos.

Qué lástima, no lo sabe. Cuántos viajeros, me pregunto, no lo sabrán: este autobús, Barcelona-Madrid, caerá al mar al poco de salir de Zaragoza.

Todos sus pasajeros morirán.

En esta línea, esa es la costumbre.

Amor felino

Comenzó como una demostración de afecto: ese día, al llegar a casa, encontré una lagartija –muerta– sobre el sofá. Mis sospechas de que había sido Azul, mi gata, quien la había llevado hasta allí se confirmaron cuando la descubrí mirándome de esa manera, ya saben, en que miran los gatos cuando esperan la aprobación de su hazaña –de la que se sienten orgullosos– por parte de su amo.

Amor felino. En fin, reprobé a Azul su acto –aun cuando me había conmovido–, recogí el cadáver y lo tiré, sin plegarias de por medio, a la basura.

A la tarde siguiente encontré otro regalito. Un ratoncillo gris, de aquellos que se suelen ver en el metro, yacía en mi salón. Supe que Azul no pretendía sino agradarme, expresar el afecto que me guardaba. A su manera, claro.

Ese día le cayó una buena bronca. Puede que me excediera, al fin y al cabo solo quería quererme. El caso es que se fue. Sin decir nada.

Pasaron unos días, la eché de menos, pegué carteles por el barrio. Me di al alcohol.

Estaba bien borracho cuando encontré el siguiente regalo. Supuse que Azul había regresado.

–Me llamo Patricia –dijo el regalo, que no era sino una joven señorita de negros cabellos y cuello de muérdeme.

–Choan. Encantado.

Joder, estaba más que sorprendido, pónganse en mi lugar, pero la alegría de pensar que mi gatita había vuelto al hogar y la trompa que llevaba me hacían un poco indiferente a la extraña –y preciosa– naturaleza del presente.

–¿Dónde está Azul? –pregunté, sentándome junto a mi regalo.

–No andará lejos –sonrió enamorando a las paredes, al espejo, a la estantería, a mí mismo.

–¿Qué haces aquí?

–Azul me ha pedido que viniera.

–¿Te lo ha pedido? Pensé que te habría traído agarrada por el cuello.

Borracho sinvergüenza, me acerqué a Patricia por detrás.

– Así. –Le dí un mordisquito bajo la oreja derecha. Rió, apoyo una mano sobre mi rodilla y dijo:

–Más despacio, machote, vas demasiado borracho. ¿Por qué no te duchas mientras preparo la cena?

–Sí, ducharme me vendría bien, cof, cof –a fuerza de toser, me vinieron arcadas. Vomité en la cocina. En el suelo de la cocina. Tal como acabé de vaciar el estómago, procedí a desmayarme sobre mis vómitos.

Me desperté tarde, limpio, en la cama, acompañado. Patricia estaba acostada a mi lado, mirándome.

–Buenos días –me besó, dulce, en la boca.

Mi cerebro, menos embotado que a la noche, comenzó a funcionar.

–Hola. ¿Patricia? Esto... no sé por qué estás aquí. No sé quién eres. Ni qué quieres.

–Te quiero a ti. –Se levantó y salió del cuarto.

Me levanté, casi de inmediato, y fui tras ella. No la encontré en casa. No le había oído salir, ¿dónde coño estaba?

Un maullido detrás de mí. Azul había regresado.

–Hola preciosa. Te he echado en falta –dije, acariciándola.

Me guiñó, lo juro, un ojo.

–Yo también te quiero, no tienes por qué traerme más regalos.

Zalamera, frotó su lomo en la pernera de mi pijama.

No he vuelto a ver a Patricia. No la echo de menos, tengo a mi gatita.

El ruidito

La canica estaba justo al borde de la estantería cuando pasó el metro por debajo del bloque de edificios; no hacía casi ruido pero sí el suficiente para provocar una pequeña vibración en el cuarto, solo perceptible para las almas mas sensibles.

Esta casi imperceptible vibración provocó que la canica poco a poco se fuera moviendo, hasta que llegó justo al borde, lo inevitable se acercaba, las leyes de la fisica casi nunca se equivocan, y asi sucedió: la canica se deslizó justo por el borde de la estanteria y cayó al suelo. Nació el protagonista de nuestra historia, el ruidito Josele.

El ruidito Josele salió disparado desde el suelo a una velocidad increíble, subió hacia el cielo, buscando los rayos de sol que se metían por la ventana entre los dibujos de las cortinas.

También buscó a ras de suelo, atravesando la infinidad de juguetes desordenados que había esparcidos por el suelo, atravesó una casa de muñecas, un balancín de madera con quien estuvo balanceándose un ratito.

Pero donde mas se divirtió fue en un pequeño piano, ya que a su paso despertó un sin fin de ruiditos que le saludaban. «¡Hola Josele! Buen viaje», le decían entre risas de felicidad, «Es una gran suerte ser un ruidito con un nombre, Do, Fa... y que la gente disfrute oyéndote», pensó Josele a gran velocidad. Pero él no tenía tiempo que perder, necesitaba encontrar lo que todos los ruidos buscan, una oreja que les oiga.

Había algunos juguetes que no podía atravesar y entonces se quedaba jugando con ellos, como una pelotita de goma a la que consiguió mover un poquito.

Josele estaba feliz de haber nacido y correteaba a toda velocidad atravesando el cuarto, buscando algo, pero él sabía que le quedaba muy poco tiempo, y todavía no se había respondido a la pregunta que todos los ruidos se hacen, desde los más grandes hasta los más pequeñitos, ¿realmente existimos?

¿Si nadie me oye, soy real?

Tenía muy poco tiempo para encontrar una oreja que le legitimara como fenómeno fisico.

–¡Qué sentido tiene ser un ruidito si nadie me escucha!– lloraba Josele mientras atravesaba la puerta ya totalmente debilitado.

Sentía que su energia se acababa y que conforme fuera avanzando cada vez sería más imperceptible.

De repente cuando Josele ya creía que desaparecería sin saber quién era realmente, sin haberse realizado como ruidito, sin haber tenido la sensación de existir, ya cansado de buscar, sintió que atravesaba una extraña cortinilla y se vio envuelto como en una montaña rusa, Josele no podia creerlo.

Habia entrado en una oreja, una orejita sonrosada y aún húmeda del ultimo baño.

Aunque Josele hubiera podido continuar buscando otras orejas, él se conformaba con la de Marta, por fin su vida tenía sentido.

Ahora estaba seguro de que había existido. Podía desaparecer en paz.

Marta oyó un chasquido, como si algo se hubiera caído, se levantó del suelo, fue hacia su madre y dijo «¡Te ayudo a poner la mesa, mami!»

El príncipe azul

El príncipe azul besó a la princesa y se convirtió en rana, hasta aquí todo normal, predecible. El problema es que no sabía usar las branquias. Se tambaleó, cayó de lado y murió de asfixia.

Nota adjunta al envío

Queridos tíos:

Os envío la séptima plaga. Espero que la sexta fuera de vuestra entera satisfacción.

Un cuento de osos

–Entró al dormitorio y encontró tres camas, pequeña, mediana, grande, y un retrato de mamá y papá oso en el día de su matrimonio

»La niña no se extrañó, conocía el cuento.

»Y aquí es donde encontramos su cadáver.

Margarita

Margarita está furiosa.

Hoy no me quiere.

Cómo hacerse multimillonario

Desde chico me comí los mocos.

Al cumplir los siete años casi había abandonado por completo esa costumbre. Pero se me planteaba un problema. ¿Qué hacer con esas cositas –verdes por lo general– que extraía de mi nariz y hacía rodar entre las yemas de mis dedos índice y pulgar hasta formar unas albondiguillas semisólidas y en extremo adherentes?

La primera solución consistía en pegarlas a mis pantalones. Pero mi madre –imaginando el efecto que verme aparecer con los pantalones llenos de moco produciría en las visitas– consideró este método de eliminación de residuos tan guarro o más que la deglución.

Como alternativa probé a deshacerme de mis mucosidades pegándolas en el perro. Sin resultados prácticos, ya que –al revés de lo esperado– eran los pelos del bicho los que se pegaban a la albondiguilla y, por consiguiente, a mi dedo.

Hubo otros intentos.

Pero todos fueron en vano.

Al fin di con una verdadera solución:

Dejaría pegadas las albondiguillas por mí obtenidas según el método suprascrito allá por donde fuera: en la barra del autobús, un banco del parque, una mesa de una biblioteca...

... ya había cumplido diez años y sabía lo que era la muerte. Aterrado ante lo finito de mi vida, dejaría señales de mi existencia para que ésta perviviera en los anales del porvenir.

¡Qué satisfecho me sentía cuando reencontraba alguno de estos mocos! Pensaba: «he estado en este lugar y puedo asegurarlo; mis recuerdos podrían engañarme, pero he aquí una prueba irrefutable».

Así, mi vida hubiera sido feliz. No pedía nada más. Sin embargo, al cabo de pocos años se me vino el mundo encima. No adivinarán porqué. ¡Comencé a encontrar pelotillas en sitios que no recordaba! Por ejemplo, alguien me llevaba a un restaurante totalmente desconocido para mí y al ir a dejar mi marca encontraba una pelotilla ya petrificada. Esto me provocaba unos tremendos ataques de angustia. Sudores fríos. Sudores. Fríos.

Trataba de encontrar una explicación a estos hechos. Pensaba: «bien pudiera ser que esta mesa hubiera pertenecido a otro local antes que a éste». O bien, «me falla la memoria y no recuerdo este lugar». Sin embargo encontraba demasiados mocos inexplicables como para permanecer tranquilo.

Empecé a padecer de insomnio. Estuve a punto de volverme loco. Pero por fin di con la clave del enigma. Alguien trataba de suplantarme confundiendo su vida y la mía. Dejaba de ser único. Mi existencia, nuevamente, acababa con mi muerte.

Rascar con la uña mis orificios nasales y amasar lo así obtenido dejó de tener significado para mí. De hecho, ya nada en la vida tenía significado. Abandoné mis hábitos y me di a la soledad y la escritura. Dado que mis escritos eran una porquería, me habitué a sonar mis narices con los folios a medio entintar.

Y este fue mi golpe de suerte. Tras perfeccionar la idea y el material, lancé al mercado un nuevo producto: el pañuelo desechable. Ahora soy multimillonario, y sé que mi nombre perdurará en lo eterno.

Mr. Kleenex

La pared

La pared es blanca y me gusta chuparla, porque sabe un poco como los huesos del pollo, pero con polvo. Es que tampoco tengo mucho más que hacer, la verdad. Por lo menos hasta que abran el grifo y entre el gas.

Regalo de cumpleaños

El día que papá me regaló un extintor me puse tan tan contento que prendí fuego a la cuna de hermanita.