Comenzó como una demostración de afecto: ese día, al llegar a casa, encontré una lagartija –muerta– sobre el sofá. Mis sospechas de que había sido Azul, mi gata, quien la había llevado hasta allí se confirmaron cuando la descubrí mirándome de esa manera, ya saben, en que miran los gatos cuando esperan la aprobación de su hazaña –de la que se sienten orgullosos– por parte de su amo.
Amor felino. En fin, reprobé a Azul su acto –aun cuando me había conmovido–, recogí el cadáver y lo tiré, sin plegarias de por medio, a la basura.
A la tarde siguiente encontré otro regalito. Un ratoncillo gris, de aquellos que se suelen ver en el metro, yacía en mi salón. Supe que Azul no pretendía sino agradarme, expresar el afecto que me guardaba. A su manera, claro.
Ese día le cayó una buena bronca. Puede que me excediera, al fin y al cabo solo quería quererme. El caso es que se fue. Sin decir nada.
Pasaron unos días, la eché de menos, pegué carteles por el barrio. Me di al alcohol.
Estaba bien borracho cuando encontré el siguiente regalo. Supuse que Azul había regresado.
–Me llamo Patricia –dijo el regalo, que no era sino una joven señorita de negros cabellos y cuello de muérdeme.
–Choan. Encantado.
Joder, estaba más que sorprendido, pónganse en mi lugar, pero la alegría de pensar que mi gatita había vuelto al hogar y la trompa que llevaba me hacían un poco indiferente a la extraña –y preciosa– naturaleza del presente.
–¿Dónde está Azul? –pregunté, sentándome junto a mi regalo.
–No andará lejos –sonrió enamorando a las paredes, al espejo, a la estantería, a mí mismo.
–¿Qué haces aquí?
–Azul me ha pedido que viniera.
–¿Te lo ha pedido? Pensé que te habría traído agarrada por el cuello.
Borracho sinvergüenza, me acerqué a Patricia por detrás.
– Así. –Le dí un mordisquito bajo la oreja derecha. Rió, apoyo una mano sobre mi rodilla y dijo:
–Más despacio, machote, vas demasiado borracho. ¿Por qué no te duchas mientras preparo la cena?
–Sí, ducharme me vendría bien, cof, cof –a fuerza de toser, me vinieron arcadas. Vomité en la cocina. En el suelo de la cocina. Tal como acabé de vaciar el estómago, procedí a desmayarme sobre mis vómitos.
Me desperté tarde, limpio, en la cama, acompañado. Patricia estaba acostada a mi lado, mirándome.
–Buenos días –me besó, dulce, en la boca.
Mi cerebro, menos embotado que a la noche, comenzó a funcionar.
–Hola. ¿Patricia? Esto... no sé por qué estás aquí. No sé quién eres. Ni qué quieres.
–Te quiero a ti. –Se levantó y salió del cuarto.
Me levanté, casi de inmediato, y fui tras ella. No la encontré en casa. No le había oído salir, ¿dónde coño estaba?
Un maullido detrás de mí. Azul había regresado.
–Hola preciosa. Te he echado en falta –dije, acariciándola.
Me guiñó, lo juro, un ojo.
–Yo también te quiero, no tienes por qué traerme más regalos.
Zalamera, frotó su lomo en la pernera de mi pijama.
No he vuelto a ver a Patricia. No la echo de menos, tengo a mi gatita.