En el convento
La hermana Rita siempre, ya desde joven, ha sido más devota y piadosa que femenina. Podría decirse que, cuando a los diecisiete años se vistió el hábito de novicia, su cuerpo supo que ninguna de sus posibles voluptuosidades llegaría a ser apreciada por varón alguno y, perezoso, renunció a desarrollarlas.
Han pasado desde entonces cincuenta y siete años, tres meses, dos semanas, cuatro días y una noche. Es, por tanto, el momento en que esta monjita de pecho plano despierta con las luces del alba.
Se santigua y musita su primera oración aún sin abrir los párpados. Antes de llegar al amén, la nota.
Cubriendo su cara. No una pelusilla adolescente, no unos pocos pelos dispersos, duros y canosos de monja vieja.
Una barba.
Una señora barba, larga, poblada.
Una barba Joaquín Costa.
Concluye su rezo dando gracias a Dios por el nuevo don concedido y se incorpora tan agilmente como los rigores de su edad le permiten.
Como cada día, Rita se asea haciendo uso de la jofaina y el jarro (el voto de pobreza implica no disponer de espejo ni agua corriente en las celdas). Pero esta mañana sus manos aprecian la novedosa textura que cubre sus mejillas. Sustituye el camisón por el hábito y la redecilla del pelo por el griñón reglamentario.
Arregla la ropa de la cama, se calza las sandalias y abre la puerta que da al corredor.
De inmediato percibe una alegría especial en el ambiente, como de domingo de resurrección; incluso se oye alguna risita feliz y disimulada. Al salir al pasillo, su mirada se enfrenta a la de la hermana Felisa que, algo entrada en carnes y mucho más joven que Rita, exhibe orgullosa, pero sin pecar de vanidad, una hermosa perilla.
Qué decir de sor Cecilia y su poblado mostacho, de la hermana Adelaida y su bigote Fu-Manchú. Qué de todas las demás.
Las monjas están hoy especialmente contentas. Si bien saben que nuestro señor siempre las acompaña, hoy saben, hoy no hay dudas.
Dios se ha ocupado especialmente de ellas.