Mujeres que no piden mucho (o siempre me gustó Alvite)
Vivíamos en una inmundicia tal que a veces tenía que tirar el bote de lejía porque se ponía mala; no sabes lo que es tocar fondo hasta que no hueles la podredumbre de la lejía pasada. Joder, un día entré en la cocina y te juro que oí a una cucaracha decirle a otra: «Emmanuel te lo digo muy en serio, hemos de librarnos de esta plaga de humanos antes de que nos coma la mierda.» Tenías suerte si yendo al baño te encontrabas por el suelo un klinex con no muchos mocos, darte el lujo por un día de poder limpiarte el culo decentemente era algo magnífico. El bidet sólo te lo ensuciaba más. Un día llevé a Claudia a casa; en cuanto abrí la puerta una densa marea gris nos abofeteó en la cara. «Querido –me dijo ella– sólo espero que me digas que a tu apartamento se entra por el cuarto de las basuras.» Decidí dar media vuelta y decirle a Claudia que aquel no era mi piso. «¿Y cómo abriste la puerta cariño?» Claudia no era tonta. «Yo no abrí la puerta –le dije–, fue la puerta la que abrió la llave.» «Ah», me respondió, y sacó de su bolso un cigarrillo que se llevó a los labios. Quizá sí lo fuera un poco al fin y al cabo, pero la inteligencia sólo le habría dado un ligero formalismo a los sonidos que emanaban de su cruda y bella boca.
La llevé a una pensión de mala muerte que se llamaba El enano cojo, en la recepción un enano cojo nos dio la llave de la habitación 9, nos acompañó cojeando porque no se fiaba de que la puerta abriera, la gente, por no volver a recorrer el pasillo solía tirar la puerta abajo, eso no le gustaba nada al enano cojo. Por el angosto pasillo que olía a rata fui contando las habitaciones, sólo había 8. Le pregunté al enano cojo qué cómo es que teníamos la habitación número 9. «Yo duermo en la recepción –respondió metiendo la llave en la cerradura– tengo la suerte de estar alojado en la suite principal.» La puerta no abría y el enano cojo la terminó tirando abajo. «No os preocupéis –comentó– ahora no duerme nadie en la habitación de enfrente y vais a tener aire acondicionado sin suplemento.»
La habitación no era gran cosa, aunque lo que en un principio creí reproducciones de Miró fueron al final humedades y manchas de sangre. Por lo menos la cama estaba hecha; tuve que deshacerla y quitarle la funda al colchón para encontrar un atisbo de higiene.
–Lo siento –le dije a Claudia–, no puedo permitirme nada más lujoso.
–No te preocupes, Raso –contestó Claudia quitándose el abrigo–, si la puerta estuviera en su sitio y una botella de Chinchón decorara la mesilla esta habitación sería idéntica a la de mi noche de bodas.
Siempre me habían gustado las mujeres no demasiado exigentes. Salí a comprar unas botellas de vino. Brillaba el sol en lo alto cuando empezó nuestra noche de bodas.