Mutilación
—Oh no, otra vez no, por favor— gritaba por dentro cuando sintió que sí, que de nuevo una de esas malditas diarreas que ya conocía de memoria. Pero esta vez el escenario era distinto. Estaba en su piso recién estrenado, y olía a la esencia de lavanda que con tanto primor había escogido su mujer. Llevaban menos de un mes casados y ya tenían las cortinas colocadas, los cuadros color pastel en las paredes color salmón, tres cristalerías en las vitrinas y hasta habían comprado en la feria del libro un Don Quijote de oferta, para ponerlo en la estantería, porque daba aire de cultura y porque la encuadernación hacía juego con la tapicería de las sillas y de los tresillos.
Cuando terminó de descargar su cuerpo de tanta porquería, se dio cuenta de que no había papel higiénico por ningún lado. Decidió levantarse y medio desnudo, indignado e incómodo por la situación, comenzó a buscar con la mirada cualquier cosa que pudiera servirle para limpiarse, hasta que halló en la estantería ese volumen gigante del Quijote de adorno y no lo pensó dos veces. Abrió el libro cervantino por donde el azar quiso, le arrancó cuatro o cinco páginas rellenas de aventuras idealistas, se limpió escrupulosamente, y llenó de mierda la libertad del Quijote, al estilo del barbero o del cura, pero mucho más apestosamente. Después, ya tranquilo, cogió a su salvador mutilado, lo cerró con un golpe seco y lo volvió a colocar en su sitio, pensando que allí no había pasado nada, y que qué más daba, si en esa casa nadie lo iba a leer jamás.