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Lentejas

Comencé a preparar las lentejas según la receta que siempre uso, a saber: sofrito de ajo, cebolla, tomate, zanahoria, chorizos, morcilla, arroz. Lo último que agrego a la mezcla son las lentejas (he de confesar –madre, perdóname– que las uso de bote).

Todo bien, en marcha, aunque a mí las lentejas en julio… pero Óscar quería lentejas y yo soy fácil de convencer.

Pues bien, aquel día, las legumbres tomaron el poder: nada más echarlas a la olla, comenzaron a extender patitas a razón de cuatro patitas por lenteja. Abrieron furiosas bocas y la tomaron con el chorizo.

Algunas de ellas, exhibían, cielo santo, virgen del amor hermoso, san blas protégenos, diminutas armas primitivas. (Luego supe que esos palitos que agitaban eran peligrosísimos.)

Mientras Óscar trataba de salvar algún bocado de chorizo del ataque lentejil, yo trazaba un plan.

Telefoneé a mi sobrino. En pocas palabras, le dije:

–Sobrino, ven.

Acudió a mi llamada.

Las lentejas, al ver un muchacho tan alto y guapo, saltaron de la olla y comenzaron a apilarse frente a él. Diríase –poco después lo comprobamos, de hecho– que la lenteja reina pretendiera hablar con mi sobrino cara a cara.

Habló:

–Trss kkl rrn knn.

Mi sobrino, que había pasado el verano en Irlanda, respondió, firme, sereno, valiente:

–Knn rss kln r.

Las lentejas palidecieron. Óscar intervino:

–La lunaaaaaaaa.

La montaña de lentejas se vino abajo, y cada una de ellas buscó refugio en una esquina. Como no había esquinas suficientes para todas, se dispersaron por toda la casa. Enseguida comprobamos que eran inofensivas y en pocos días nos acostumbramos a tenerlas por ahí, bailando, cantando y jugando con los gatos (insistían en enseñar a hablar a los felinos).

La casa es ahora purita felicidad. Está más limpia que nunca (las lentejas son muy escoscadas), y hace ya tres veranos que no nos pica una pulga.