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Choan Gálvez

Sus cuentos en Mundo Du (página 4 de 6)

La costumbre

Asisto, obligado y expectante, a su conversación telefónica:

–Llegaré a Madrid sobre las dos.

Qué lástima, no lo sabe. Cuántos viajeros, me pregunto, no lo sabrán: este autobús, Barcelona-Madrid, caerá al mar al poco de salir de Zaragoza.

Todos sus pasajeros morirán.

En esta línea, esa es la costumbre.

Amor felino

Comenzó como una demostración de afecto: ese día, al llegar a casa, encontré una lagartija –muerta– sobre el sofá. Mis sospechas de que había sido Azul, mi gata, quien la había llevado hasta allí se confirmaron cuando la descubrí mirándome de esa manera, ya saben, en que miran los gatos cuando esperan la aprobación de su hazaña –de la que se sienten orgullosos– por parte de su amo.

Amor felino. En fin, reprobé a Azul su acto –aun cuando me había conmovido–, recogí el cadáver y lo tiré, sin plegarias de por medio, a la basura.

A la tarde siguiente encontré otro regalito. Un ratoncillo gris, de aquellos que se suelen ver en el metro, yacía en mi salón. Supe que Azul no pretendía sino agradarme, expresar el afecto que me guardaba. A su manera, claro.

Ese día le cayó una buena bronca. Puede que me excediera, al fin y al cabo solo quería quererme. El caso es que se fue. Sin decir nada.

Pasaron unos días, la eché de menos, pegué carteles por el barrio. Me di al alcohol.

Estaba bien borracho cuando encontré el siguiente regalo. Supuse que Azul había regresado.

–Me llamo Patricia –dijo el regalo, que no era sino una joven señorita de negros cabellos y cuello de muérdeme.

–Choan. Encantado.

Joder, estaba más que sorprendido, pónganse en mi lugar, pero la alegría de pensar que mi gatita había vuelto al hogar y la trompa que llevaba me hacían un poco indiferente a la extraña –y preciosa– naturaleza del presente.

–¿Dónde está Azul? –pregunté, sentándome junto a mi regalo.

–No andará lejos –sonrió enamorando a las paredes, al espejo, a la estantería, a mí mismo.

–¿Qué haces aquí?

–Azul me ha pedido que viniera.

–¿Te lo ha pedido? Pensé que te habría traído agarrada por el cuello.

Borracho sinvergüenza, me acerqué a Patricia por detrás.

– Así. –Le dí un mordisquito bajo la oreja derecha. Rió, apoyo una mano sobre mi rodilla y dijo:

–Más despacio, machote, vas demasiado borracho. ¿Por qué no te duchas mientras preparo la cena?

–Sí, ducharme me vendría bien, cof, cof –a fuerza de toser, me vinieron arcadas. Vomité en la cocina. En el suelo de la cocina. Tal como acabé de vaciar el estómago, procedí a desmayarme sobre mis vómitos.

Me desperté tarde, limpio, en la cama, acompañado. Patricia estaba acostada a mi lado, mirándome.

–Buenos días –me besó, dulce, en la boca.

Mi cerebro, menos embotado que a la noche, comenzó a funcionar.

–Hola. ¿Patricia? Esto... no sé por qué estás aquí. No sé quién eres. Ni qué quieres.

–Te quiero a ti. –Se levantó y salió del cuarto.

Me levanté, casi de inmediato, y fui tras ella. No la encontré en casa. No le había oído salir, ¿dónde coño estaba?

Un maullido detrás de mí. Azul había regresado.

–Hola preciosa. Te he echado en falta –dije, acariciándola.

Me guiñó, lo juro, un ojo.

–Yo también te quiero, no tienes por qué traerme más regalos.

Zalamera, frotó su lomo en la pernera de mi pijama.

No he vuelto a ver a Patricia. No la echo de menos, tengo a mi gatita.

Nota adjunta al envío

Queridos tíos:

Os envío la séptima plaga. Espero que la sexta fuera de vuestra entera satisfacción.

Un cuento de osos

–Entró al dormitorio y encontró tres camas, pequeña, mediana, grande, y un retrato de mamá y papá oso en el día de su matrimonio

»La niña no se extrañó, conocía el cuento.

»Y aquí es donde encontramos su cadáver.

Margarita

Margarita está furiosa.

Hoy no me quiere.

Cómo hacerse multimillonario

Desde chico me comí los mocos.

Al cumplir los siete años casi había abandonado por completo esa costumbre. Pero se me planteaba un problema. ¿Qué hacer con esas cositas –verdes por lo general– que extraía de mi nariz y hacía rodar entre las yemas de mis dedos índice y pulgar hasta formar unas albondiguillas semisólidas y en extremo adherentes?

La primera solución consistía en pegarlas a mis pantalones. Pero mi madre –imaginando el efecto que verme aparecer con los pantalones llenos de moco produciría en las visitas– consideró este método de eliminación de residuos tan guarro o más que la deglución.

Como alternativa probé a deshacerme de mis mucosidades pegándolas en el perro. Sin resultados prácticos, ya que –al revés de lo esperado– eran los pelos del bicho los que se pegaban a la albondiguilla y, por consiguiente, a mi dedo.

Hubo otros intentos.

Pero todos fueron en vano.

Al fin di con una verdadera solución:

Dejaría pegadas las albondiguillas por mí obtenidas según el método suprascrito allá por donde fuera: en la barra del autobús, un banco del parque, una mesa de una biblioteca...

... ya había cumplido diez años y sabía lo que era la muerte. Aterrado ante lo finito de mi vida, dejaría señales de mi existencia para que ésta perviviera en los anales del porvenir.

¡Qué satisfecho me sentía cuando reencontraba alguno de estos mocos! Pensaba: «he estado en este lugar y puedo asegurarlo; mis recuerdos podrían engañarme, pero he aquí una prueba irrefutable».

Así, mi vida hubiera sido feliz. No pedía nada más. Sin embargo, al cabo de pocos años se me vino el mundo encima. No adivinarán porqué. ¡Comencé a encontrar pelotillas en sitios que no recordaba! Por ejemplo, alguien me llevaba a un restaurante totalmente desconocido para mí y al ir a dejar mi marca encontraba una pelotilla ya petrificada. Esto me provocaba unos tremendos ataques de angustia. Sudores fríos. Sudores. Fríos.

Trataba de encontrar una explicación a estos hechos. Pensaba: «bien pudiera ser que esta mesa hubiera pertenecido a otro local antes que a éste». O bien, «me falla la memoria y no recuerdo este lugar». Sin embargo encontraba demasiados mocos inexplicables como para permanecer tranquilo.

Empecé a padecer de insomnio. Estuve a punto de volverme loco. Pero por fin di con la clave del enigma. Alguien trataba de suplantarme confundiendo su vida y la mía. Dejaba de ser único. Mi existencia, nuevamente, acababa con mi muerte.

Rascar con la uña mis orificios nasales y amasar lo así obtenido dejó de tener significado para mí. De hecho, ya nada en la vida tenía significado. Abandoné mis hábitos y me di a la soledad y la escritura. Dado que mis escritos eran una porquería, me habitué a sonar mis narices con los folios a medio entintar.

Y este fue mi golpe de suerte. Tras perfeccionar la idea y el material, lancé al mercado un nuevo producto: el pañuelo desechable. Ahora soy multimillonario, y sé que mi nombre perdurará en lo eterno.

Mr. Kleenex

Regalo de cumpleaños

El día que papá me regaló un extintor me puse tan tan contento que prendí fuego a la cuna de hermanita.

Violines

Joaquín construye violines y antes de venderlos encierra en ellos las más temibles criaturas venenosas.

Joaquín odia a los violinistas.

El zulo

Construímos un pequeño zulo en casa, entre toda la familia, para jugar a los secuestros.

La primera en pagarla fue abuelita. La tuvimos 443 días a pan y agua.

Chocolate

–¿Crees que serán de chocolate?

–¿Qué? ¿Quiénes?

–Los negros

Eso sonaba fascinante. Dejé de patear el balón contra la pared y saqué el regaliz de palo, el de pensar. Sí, sonaba fascinante, pero nunca habíamos visto un negro de verdad quitando el rey Baltasar, y probablemente –y al pensar esto se me vino el mundo abajo– nunca llegáramos a ver uno, y en caso de verlo, ¿dejaría que unos críos como nosotros le chuparan? Y por otra parte ¿a qué venía esta pregunta de Sergio?

–¿A qué viene eso?

–¿Qué dices?

Me saqué el regaliz de la boca e insistí.

–Digo que a qué viene eso, lo de los negros de chocolate.

–Ah, es porque hay un niño nuevo en el cole. Y es negro como el chocolate. ¿No lo sabías?

–La primera noticia que tengo.

Pasamos la mañana haciendo conjeturas respecto a la materia de que estaban hechos los negros, pero no llegamos a resolución alguna. Nadie sabía nada al respecto. Ni siquiera Eduardo Blasco que llevaba gafas y se sentaba en primera fila y sabía más que ningún otro de la clase de casi todas las cosas, pero no sabía jugar al fútbol ni a las chivas. Decidí consultar al hombre más sabio del mundo. Mi abuelo.

Yo Abuelo, ¿los negros son de chocolate?

Abuelo (Ríe) Por dios hijo, qué preguntas más tontas haces.

Respuesta que no resolvía la cuestión planteada. Al día siguiente, nadie había averiguado nada sobre el tema. Ni siquiera Eduardo Blasco, que había consultado una enciclopedia. «En la entrada de chocolate –explicó– no menciona para nada a los negros. Y en negro dice algo de la raza melánida, pero no sé si eso es un sabor».

Así que resolvimos hacernos amigos del niño negro y le invitamos a jugar al fútbol con nosotros. Y, sorpresa, en el partido del recreo, con dos equipos de dieciocho jugadores, el negro –que desde entonces fue llamado por todos Aaron y no «Eh, tú, negro»– marcó cuatro goles, convirtiéndose así en un niño respetado por todos. Excepto por Eduardo Blasco, que no sentía ningún interés por el fútbol.

Tras unos días de sano compañerismo, gratos partidos de recreo y vanas indagaciones, decidimos preguntarle. Y Aaron, que venía de Vallecas y no del África, contestó:

–Jo, tronco, es que sois gilipollas los de este pueblo.

Sergio se sintió herido en su orgullo maño, y se enfadó muchísimo.

–Te voy a matar –dijo, y se fue a por él. Aaron se echó a correr y todos detrás suyo. Muchos se quedaron atrás pero Sergio y yo le dimos alcance tras perseguirlo tres o cuatro manzanas. Yo lo sujeté por detrás.

–Ahora deberíamos morderle –propuse

–A ello voy –y mordió. Aaron comenzó a chillar y a patalear intentando soltarse. Esfuerzos inútiles, puesto que yo, sin ser bueno al fútbol ni a las canicas, era el más alto, velludo y fuerte de mi curso. Sergio en cambio, sí soltó su presa.

–Ostras tú, que es un niño de verdad.

–Pues claro, imbécil –se quejó el negro.

Lo solté y se fue corriendo. No lo seguimos. Desilusionados, entramos en una tienda de chucherías y compramos duros de chocolate. Caminamos hasta el descampado donde más tarde construirían la piscina municipal, y allí nos sentamos a reflexionar sobre nuestro error, porque el profe había dicho que si reflexionábamos sobre nuestros errores aprenderíamos de ellos. Y recapacita que recapacita y vuelve a recapacitar, concluimos que:

a) nos habíamos equivocado de cabo a rabo y

b) si los negros fueran de chocolate, se derretirían.