Había una vez un circo
–Había una vez un circo que alegraba siempre el corazón –dijo Willy.
–Mira Willy, no me vengas con esas –respondió Jimmy–. Estoy harto de ti y de tus memeces.
–Que sí, que lo había –insistía Willy intentando desatarse de la silla.
–Claro, seguro que salían hombres con zapatones y un mono rojo, ¿verdad?
–Sí, sí, Jimmy, así es.
El disparo amortiguado por el silenciador no produjo apenas ruido, pero destrozó para siempre la rodilla derecha de Willy.
–¡Oh, Jimmy, te juro que lo había… –clamaba–. Espera… creo recordar que uno de ellos se llamaba Miliki.
–¿Me tomas el pelo rata inmunda?, ¿Miliki?
Un segundo disparo dejó a Willy paralítico de por vida. Pero a pesar de todo seguía firme en su convicción. Jimmy no podía soportar tanta basura.
Entonces, en una esquina del cuartucho, algo comenzó a tomar forma. Parecía un ñordo gigante, de flema y azur; que como un bogavante estreñido, pugnaba con estertores por nacer a esta dimensión. El brillo rojo les cegó por un instante. Y la nariz roja habló:
–¡¿Cómo et’tan ut’tedes?!
Jimmy, desquiciado, vació el cargador sobre la mancha roja mientras Willy babeaba de puro fervor extático. A los pocos segundos, un anciano desnudo (si exceptuamos la nariz roja) y acribillado agonizaba en el rincón. Liberándose de sus ataduras, Willy se precipitó sobre él a la caza de una última declaración o chiste. El anciano, malherido, pudo apenas balbucir antes de expirar:
–… Adio’t… Don Pepito…