La pared
La pared es blanca y me gusta chuparla, porque sabe un poco como los huesos del pollo, pero con polvo. Es que tampoco tengo mucho más que hacer, la verdad. Por lo menos hasta que abran el grifo y entre el gas.
La pared es blanca y me gusta chuparla, porque sabe un poco como los huesos del pollo, pero con polvo. Es que tampoco tengo mucho más que hacer, la verdad. Por lo menos hasta que abran el grifo y entre el gas.
Me encanta ver llover rostros desde la ventana. Será porque el rostro es el espejo del alma. El problema de las lluvias de rostros es el día después. O se limpia pronto la calle o los rostros se agusanan y la ciudad apesta.
La idea de comprar un búho real surgió de mi hermano. Hay que reconocer que cumplió su papel: que los gatos no entraran en el huerto, porque se meaban en los tomates nuevos, verdes, incipientes. El problema es que ahora que no quedan gatos no podemos salir de casa. A mi hermano se le ha comido tres dedos, a mí un ojo y una oreja. Esperamos, vehementes, que pronto migre a por alimento, a otro barrio, o a otra dimensión.
La peonza luminosa se la pedí a los reyes el año pasado y yo creo que es lo que más me mola de todos mis juguetes. Por eso no se la dejo a nadie. Por ejemplo, la playstation me da más igual, y Lizer y Chabi se vienen muchas tardes a jugar. Pero la peonza, no.
Sara es mi hermana, y es gilipollas, porque lo sabía y ha cogido la peonza sin pedirme permiso. Por eso me voy a esmerar en el castigo. Cojo cinta americana, bolsas de basura y el cuchillo cebollero.
Se vende jotera: buena presencia, impecable vibrato, con mantón, moño y pendientes. Consume poco. Diésel. Aire acondicionado, infinitas posibilidades en fusión con house y drum'n'bass. 6,5 W + graves. Precio a convenir
La cajita es de madera, pulida y encerada, con un motivo floral tallado a navaja. En ella guardo mechones de pelo, recuerdo de mis triunfos amorosos: pelirrojo, de Alejandra, en clase de octavo; negro, de Susana, en el insti; rubio, de Silvia, un verano en Comarruga; blanco, de la perra de mis tíos, Boira.
Le gustaba pastar en la pradera de detrás de mi jardín. Al principio rehuía mi presencia, pero se fue acostumbrando a mí. Fue ir soltándose y cogiéndome confianza y me contó que trabajaba de profesor de derecho penal en la facultad. Un día se quedó a vivir; desde entonces dormimos en el establo.
Sonó por la radio el Cascanueces de Tchaikovsky; lo reconocí porque mi madre lo ponía en el tocadiscos cuando era niño. Confieso que un atisbo de ternura me hizo sonreír, pero seguí apuñalándola.