Antiguamente, y esto es un hecho histórico, los arcenes de nuestras carreteras estaban poblados de postes metálicos que, hendidos verticalmente en el suelo, sujetaban a la vista de conductores y acompañantes lo que se dio en llamar señales de tráfico.
Eran estas, los más ancianos lo recordarán, placas metálicas de diversas formas y colores que indicaban, mediante iconos acordados universalmente, al automovilista las precauciones que le convenía tomar, los peligros que le acechaban, aquello que estaba prohibido por su seguridad o por estúpida decisión de algún preboste incompetente. Vaya, cumplían, ni más ni menos, la función que hoy en día realizan los árboles.
Los aspirantes a obtener la licencia para el manejo de vehículos motorizados estudiaban en autoescuelas los significados de aquellos extraños símbolos: ganado suelto, prohibido el adelantamiento, curva peligrosa sencilla o doble. En aquella época, aprobar el examen téorico era ciertamente difícil.
Afortunadamente, la naturaleza vino en nuestro auxilio. El primer caso, como no podía ser menos, se dio en mi pueblo. Una matita comenzó a crecer, como con disimulo, a dos palmos exactos de la pared en la que se exhibía el cartelón polícromo que los estudiantes utilizaban para aprender las señales y los profesores, como su oficio exige, para enseñarlas.
Enseguida la matita se convirtió en mata, algo más tarde en arbolito. Como quiera que sus ramas y hojas pronto comenzaron a dificultar la correcta apreciación de los símbolos impresos en el póster, se hizo llamar, como es de rigor, al alcalde.
–No me parece mal –dijo–, a poco que nos fijemos, se entenderá que esta hojita, algo más dentada que el resto, indica claramente calle sin salida. Esta otra –se refería a una cuyo envés lucía presumido un hermoso color burdeos– aconseja sin duda una velocidad máxima de 60 kilómetros a la hora.
–¡Cierto! ¡Cierto! –corearon los alumnos con entusiasmo.
–Desde luego –reconoció un veterano profesor allí presente–, este sistema representa mejor y con mayor claridad lo que las señales hacen tan difícil entender. Vean si no esta rama en cuyo extremo comienza a asomar una florecilla.
–¡Alcañiz a dieciséis kilómetros por la Nacional 232! –clamaron los estudiantes con gran alegría.
El alcalde telefoneó al ministro.
–Vaya, es estupendo esto que me cuenta. Se lo comunicaré de inmediato al señor presidente.
No tuvo tiempo de marcar el número; otro alcalde esperaba en línea para transmitirle, si bien con otras palabras, la misma buena nueva. De inmediato habló el ministro con un tercer alcalde, un cuarto, un quinto.
–Esto es fabuloso –exclamó el presidente al conocer la noticia. Tan entusiasmado estaba que olvidó completar su exclamación con los correspondientes signos ortográficos.
Los prodigiosos árboles poblaron, en menos tiempo del que se tarda en decir pepe, los márgenes de las carreteras. En los pueblos y ciudades crecieron, más estilizados para no obstaculizar el paso de los peatones, exhibiendo el tipo de hoja apropiado a cada caso.
Así hemos vivido, felices y seguros, hasta hoy, desplazándonos sin dudas ni temores. Pero, ay, esta sequía pertinaz hace que nuestros queridos y utilísimos arbolitos amarilleen. No mucho, pero sí lo suficiente como para crear algunas confusiones.
–Tienes que tomar la tercera salida a la derecha –indica un copiloto, sentado, como corresponde a los países civilizados, a la diestra del que conduce.
–¿Seguro? Creo yo que no es la tercera, sino la cuarta.
Y así.
Los hay que, muy equivocadamente, opinan que se debería retomar el viejo sistema de señales.
Los hombres sabios, y con ellos estoy de acuerdo, dicen que no, que de ninguna manera: eso sería el caos, el acabose.