Saltar al contenido principal

Diago Lezaun

No creo en las bios. Cada vez que deseo matar canalizo escribiendo un cuento, rollo uno, dos, tres, yo me calmaré, cuatro, cinco, seis, todos los vereis.

Sus cuentos en Mundo Du (página 1 de 3)

Fuego

Él le abordó por la calle y le pidió fuego. Al instante quedó prendado de sus ojos rubios, de su sonrisa carnosa, de su voz grave y redonda. Pero no fumaba y no tenía fuego. Lleva ya seis años fumando y recorriendo la misma manzana, en el sentido de las agujas del reloj y en el contrario, sin parar ni a mear por si acaso. No se lo ha vuelto a cruzar. Tose crocanti, chaston rajado, se enciende otro cigarro y vuelve a girar la esquina. Ya sabes, nunca se sabe.

El conejo de Ángel

Ángel se levanta como con resorte, calado hasta los huesos de sudor, después de un sueño horrible en el que criaturas enormes se lo pasaban como si fuera o fuese una pelota de tenis para después encerrarlo en una jaula del tamaño de su habitación con una cama, una mesa y su silla, una tumbona de playa (¿?) y un televisor. Sale de la cama, se viste, pasa a la cocina, abre la jaula de su conejo chino Bolita, lo toma con cariño con la derecha, copo tibio y bullente, como bien dice Julio, y se lo lleva a la calle, insolito en Ángel, sin desayunar. Monta en su ibiza abuelo y carraspeante, enfila la ronda para alejarse veinte minutos y suelta al conejo tembloroso en un pinar. Ángel vuelve a casa henchido, eufórico por la sensación que da dar la libertad, aunque nomás sea a un triste conejo.

Aún no ha acabado de aparcar, el tráfico ya ha desinflado su euforia y un zorro, cansado de roer el pellejo de la presa, desaparece pinar adentro, hocico pegado al suelo, para dejar paso a las picarazas, que bajarán a comerse lo que quede de entrañas y los ojos de Bolita.

La tomatera y el nogal

Estuvimos discutiendo acaloradamente sobre si plantar la tomatera o el nogal durante seis asambleas infinitas sin llegar a nada. Como en cualquier asamblea que se precie, defendíamos el consenso por encima de las sucias votaciones, con lo cual era imposible llegar a un acuerdo si ninguna de las dos partes daba su brazo a torcer. Los protomatera defendían, con afilada esgrima verbal, la productividad de la planta, y la posibilidad de colectivizar beneficios a corto plazo. La gente del nogal arengaba con un discurso que permitía vislumbrar la certera apuesta de futuro. La tomatera es un riesgo innecesario. El nogal es un castillo de aire con ínfulas de inversión. Bla. Bla. Bla. Al final, al ver la esterilidad del concepto de funcionamiento asambleario hicimos un agujero, cagamos todos dentro, lo tapamos y disolvimos la asamblea. Unos cuantos plantaron tomateras, otros nogales y yo un aloe, que va guay para problemas de piel. Aquí lo tienes en crema y en la estantería de la pared en gel. No, jabón de ducha con aloe no tengo. Es que somos nuevos y estamos empezando. Acabamos de abrir. Venga, gracias, ya sabéis dónde estamos. Hasta luego.

Cuestión de espacio

Como el barquito era de cascara de nuez y estábamos cinco tuvimos que echarlo a suertes para ver quien se quedaba. Follo mucho y por todos es sabido que eso conlleva la mala suerte colgada del cuello como cruz de caravaca, así que me tocó la pajita más corta y la pérdida del derecho a pasaje. Salí a despedirlos a la ventana del ático y agité un pañuelo de seda lila hasta que los perdí de vista en la linea en la que el mar se funde con las nubes de la tarde. Entre al salón, elegí un libro (Nana, de Palahniuk) y volví a la terraza a tumbarme a leer hasta que se pusiera el sol.

23:14

Alas irisadas, ojos burdeos, lomo gris a rayas, la mosca traza cuasirectángulos, ya hace un rato, en el centro de la habitación.

Rompe su efímera rutina para ir a posarse en el reposabrazos derecho de mi butaca de leer, donde se frota las patitas con gesto pausado.

Apunto con el libro cogido firme por el lomo y la aplasto de un golpe.

Levanto el libro y la veo languidecer de lado, un ala doblada, la cabeza girada en un ángulo imposible y sacudiendo la patita del medio entre el tic y el estertor.

Vuelvo a mi plano, paso la hoja y sigo leyendo, y dice: mientras camina a zancadas bajo los árboles enfundado en su traje de domingo. Desdeñada o mal comprendida, lo cierto es que la esposa de Eccles le ha estimulado, y llega a su apartamento rebosante de lujuria.

Punto y aparte.

La cebolla sonriente

La cebolla no paraba de sonreir, ni siquiera mientras la apuñalaba y la cortaba a juliana. Estuve una tarde sin parar de llorar. Al principio por el jugo que me saltaba a los ojos, luego por todo lo que dije, después por todo lo que callé.

Día tras día, verdulería tras verdulería, supermercados y badulakes. No encuentro, no hay más cebollas sonrientes.

Mira que lloré y lo a poco que me supo. Necesitaría diez cebollas sonrientes más para llorar todo lo que me falta, todo lo que me sobra, todas las espaldas que no acaricié, todos los sitios a los que no fui, todas las veces que aparté la mirada, todos los cuentos que ya no escribo.

El cuaderno rojo

Era el primer cuaderno entero para él solo de toda su vida: tamaño cuartilla, cuadriculado, de tapas duras y rojas, lleno de hojas vírgenes para llenar de garabatos, retratos de papá, de mamá y el hermanito, y los primeros ensayos de palabras. A Pablo le hizo muchísima ilusión. Tanto que a mamá le dio no sé qué el abrirlo y saborear las señales y símbolos de la vida interior de Pablo. El día que mamá, como quien comete un robo (o al menos así se sentía) entró al cuarto de Pablo, abrió el cuaderno y leyó davi muetro y tato malo sintió un sudor frío, corrió al ritmo de su corazón a la cuna, en su dormitorio, pero cuando llegó, Pablo, con la almohada aún entre las manos, ya había dejado de apretar.

Progresiones

La rana llegó a su casa machacada por la jornada de trabajo. Subió despacito los escalones que separaban el patio del tercero derecha y suspiró mientras buscaba las llaves en el bolsillo.

Así no podía seguir y lo sabía. Se estaba dejando la piel, total, para nada. Con la mierda de contrato que le habían hecho hace tres años, renovado tres veces y sin perspectivas de mejorar ni un ápice, en cualquier momento se volvería a encontrar en la fila del paro. Además, en el nenúfar que le tocaba esta semana y la siguiente no encontraba la postura y empezaba a tener un dolor continuo de espalda, sabía que para el viernes la molestia se iba a convertir en un infierno.

Lo único que le consolaba un poco era echarse, de vez en cuando, un chupito de ron antes de irse a la cama. El problema era que cada vez se lo echaba menos de vez en cuando y más cada noche. Todavía no se había dado cuenta (es lo que tienen las adicciones) que hacía ya tres meses que era una costumbre en lugar de un lujo.

El día siguiente fue el primero que desayuno ron y llegó un poco contenta al trabajo.

Antes de que le tocara cambiar de nenúfar ya estaba en el paro.

Por aquí pasa alguna vez llamando a los timbres para ver si alguna alma piadosa le da unos céntimos. A mi me preocupa. Como es tan pequeñita y verde, como el parquet, un día la van a pisar.

Caracol

El caracol era lila, del tamaño de una manzana y dócil y mimoso como un gato. Vivía en la bandeja de embutidos de la nevera. Toda la familia adorábamos al caracol. Mi madre abría la nevera y sonreía al caracol. Mi hermana no quería ir al colegio sin darle un beso. El día que murió el caracol fue un trauma para todos. Mi padre empezó a beber, mi madre pidió el divorcio, mi hermana se enganchó al caballo y yo empecé a escribir.

La pena del picante

Es una pena que a Elvira le guste tanto el picante. Le gusta tanto que en lugar de echarle tabasco al arroz le echa arroz al tabasco. Le echa jalapeños al yogur y pimienta blanca al café con leche, y es una pena. Elvira tenía una sonrisa preciosa. Ahora se la tapa la almorrana. Isabel le propuso tatuarse una sonrisa a la misma altura, pero Elvira es una mujer de símbolos. Un dragón chino, igual..., dice mientras juega con el mechero.