Él le abordó por la calle y le pidió fuego. Al instante quedó prendado de sus ojos rubios, de su sonrisa carnosa, de su voz grave y redonda. Pero no fumaba y no tenía fuego. Lleva ya seis años fumando y recorriendo la misma manzana, en el sentido de las agujas del reloj y en el contrario, sin parar ni a mear por si acaso. No se lo ha vuelto a cruzar. Tose crocanti, chaston rajado, se enciende otro cigarro y vuelve a girar la esquina. Ya sabes, nunca se sabe.
¿Y si un día caminando por la calle las hormiguitas que siempre van tras de mí te consiguieran de repente husmeando en mi pasado? Ellas seguramente se molestarían, y utilizando su poder de derretir a las personas con barba, te dejarían reducido a cenizas. Pero éstas, claro, son sólo suposiciones, porque ni a mí me siguen hormigas ni tú tienes barba.
Busca mayonesa, queso manchego y pimienta, le dijo a su mujer, quien miró a los médicos y enfermeras como buscando una respuesta que le hiciera oler menos tragedia a su alrededor.
Conectado a unos cinco equipos médicos, en medio de la sala de cuidados intensivos, el hombre balbuceaba recetas de cocina sin saber que el concurso no era culinario. Al salir, el médico le dijo a la mujer: Está mejor. Lo vio, ¿habló con él? Y ella, dibujando una sonrisa que no disimulaba su terror, respondió: Sí, me mandó a buscar ingredientes para una tarta de queso.
Rieron. Él con convencimiento. Ella vacilante.
Pero cuando el doctor dio media vuelta, la mujer corrió tras un supermercado.
Regresó triste. Era 25 de diciembre y todo el comercio de la zona permanecía cerrado. Esa noche no habría tarta. Tal vez después.
Cuando las computadoras de la Nasa tradujeron a imágenes los registros de cientos de telescopios y radiosondas instalados en lejanos puntos de nuestra Galaxia, los científicos pudieron ver en sus monitores, en vivo y directo, que el Universo es finito y tiene forma de cucaracha. Las pantallas mostraron, también, que una colosal masa de materia oscura, sospechosamente parecida a un zapato, se aproxima desde el fondo en inevitable rumbo de colisión.
Las tostadas salieron volando, ajenas a mi hambre y a mi asombro. Saltaron de la tostadora, marchándose acto seguido por la ventana. Yo, embobado con el cuchillo de la mantequilla en la mano, me quedé un rato allí, en la misma posición, como si esperara a que volviesen, o como si Maite me fuera a despertar con su codazo habitual.
Nada de eso pasó.
Maite ya no estaba, las tostadas tampoco. Ambas me dejaron el corazón y el estomago con sentido de desalojo.
Fue por casualidad que descubrió el verdadero alcance de su poder. Esa mañana, cansado ya de crear para otros tanto mundo fantástico —con extravagantes personajes que al final terminaba odiando por inconsistentes—, sintió la necesidad de cambiar inexcusablemente el sino de su existencia.
Entonces, abrió la ventana y dijo: «deshágase la luz»; y la ciudad quedó a oscuras como en la más común de las noches. «No más ese horrible firmamento y sus malditas estrellas», y todo lo que le rodeaba se desvaneció en el acto para dar paso a la nada... Allí quedó, eternamente complacido de reinventar su suerte.
—Oh no, otra vez no, por favor— gritaba por dentro cuando sintió que sí, que de nuevo una de esas malditas diarreas que ya conocía de memoria. Pero esta vez el escenario era distinto. Estaba en su piso recién estrenado, y olía a la esencia de lavanda que con tanto primor había escogido su mujer. Llevaban menos de un mes casados y ya tenían las cortinas colocadas, los cuadros color pastel en las paredes color salmón, tres cristalerías en las vitrinas y hasta habían comprado en la feria del libro un Don Quijote de oferta, para ponerlo en la estantería, porque daba aire de cultura y porque la encuadernación hacía juego con la tapicería de las sillas y de los tresillos.
Cuando terminó de descargar su cuerpo de tanta porquería, se dio cuenta de que no había papel higiénico por ningún lado. Decidió levantarse y medio desnudo, indignado e incómodo por la situación, comenzó a buscar con la mirada cualquier cosa que pudiera servirle para limpiarse, hasta que halló en la estantería ese volumen gigante del Quijote de adorno y no lo pensó dos veces. Abrió el libro cervantino por donde el azar quiso, le arrancó cuatro o cinco páginas rellenas de aventuras idealistas, se limpió escrupulosamente, y llenó de mierda la libertad del Quijote, al estilo del barbero o del cura, pero mucho más apestosamente. Después, ya tranquilo, cogió a su salvador mutilado, lo cerró con un golpe seco y lo volvió a colocar en su sitio, pensando que allí no había pasado nada, y que qué más daba, si en esa casa nadie lo iba a leer jamás.
En mi casa vivíamos yo, mi perro y un fantasma. El perro es (o era) pequeño, blanco con manchas marrones, patizambo y de raza indefinida, tirando a fox terrier. En cuanto al fantasma, no sé qué catadura tiene (o tenía) porque nunca lo ví. El que lo veía era el perro. Se habían hecho amigos y al anochecer jugaban en el patio a quitarse una vieja pelota de trapo. La vez que intenté participar en el juego, el perro se negó totalmente a colaborar y hasta llegó a mostrarme los dientes. Pienso que el fantasma hizo lo mismo, pero no puedo asegurarlo. Lo cierto es que lo habitual del hecho terminó convirtiéndolo en rutina y la extraña convivencia se desarrolló sobre rieles por varios meses. El perro engordaba, el fantasma fantasmeaba sin molestar y yo me cuidaba de no rezar ni encender velas ante las estampitas de los santos para no causarle inconvenientes a la invisible presencia. Pero un día (mejor dicho, un anochecer) mi perro desapareció y, obrando con perfecta camaradería, el fantasma también. Me gustaría recobrarlos, porque los extraño mucho. Pagaré una recompensa a quien sepa brindarme datos sobre sus paraderos.
En la ciudad de Uspayata la vi, yo no la conocía pero había soñado con ella. Cuando nuestros ojos conectaron supe que ella también había soñado conmigo y mi estómago se lleno de mariposas. Caminamos por las calles cubiertas de arboledas en una tarde tórrida. Tomados de la mano llegamos a su casa, lugar en el que jamas había estado pero que había soñado con el, y me pareció todo muy familiar, incluso el perro se llamaba Poncio, tal como yo lo había soñado.
Adentro estaba fresco, nos mirábamos con frecuencia y las sonrisas surgían a cada momento. Nos abrazamos, nos besamos y nuestros corazones latieron juntos, como si marcharan en algún desfile. Esto lo recuerdo con claridad pues ya lo habíamos soñado. Luego nos sentamos en silencio, a beber agua de coco verde, sin saber qué hacer pues en aquel momento ambos habíamos despertado.
Ángel se levanta como con resorte, calado hasta los huesos de sudor, después de un sueño horrible en el que criaturas enormes se lo pasaban como si fuera o fuese una pelota de tenis para después encerrarlo en una jaula del tamaño de su habitación con una cama, una mesa y su silla, una tumbona de playa (¿?) y un televisor. Sale de la cama, se viste, pasa a la cocina, abre la jaula de su conejo chino Bolita, lo toma con cariño con la derecha, copo tibio y bullente, como bien dice Julio, y se lo lleva a la calle, insolito en Ángel, sin desayunar. Monta en su ibiza abuelo y carraspeante, enfila la ronda para alejarse veinte minutos y suelta al conejo tembloroso en un pinar. Ángel vuelve a casa henchido, eufórico por la sensación que da dar la libertad, aunque nomás sea a un triste conejo.
Aún no ha acabado de aparcar, el tráfico ya ha desinflado su euforia y un zorro, cansado de roer el pellejo de la presa, desaparece pinar adentro, hocico pegado al suelo, para dejar paso a las picarazas, que bajarán a comerse lo que quede de entrañas y los ojos de Bolita.