Saltar al contenido principal

Todos los relatos (página 4 de 13)

Anulaciones

Tenía un amigo y una amiga que cuando se conocieron, observaron que tenían tantas cosas en común que decidieron hacerse pareja. Con el paso del tiempo, eran tantos los gustos y los comportamientos idénticos, que pensaron con lógica aplastante que sus coincidencias iban más allá de la casualidad. Cada vez que los veía, me sorprendía ver que en sus rasgos faciales iban apareciendo expresiones del otro, y últimamente aseguro que sus rostros se han desdibujado tanto que ya no distingo quién es quién. Por la calle, cuando los acompaño, advierto que la gente se les queda mirando como a un par de gemelos y puedo asegurar que hace unos días sus huellas dactilares han desaparecido.

A veces me quedo mirando las fotos de quienes fueron y me echo a llorar por los amigos perdidos.

El Jefe

Cuando Dios hizo La Luz, sorprendió dormida a La Muerte, que yacía en un rincón de La Eternidad cansada de no servir para nada. De inmediato, el Jefe Supremo le diagramó una tarea y la puso a trabajar…

Cuántica e inolvidable

Edel ama a Estefi, pero Edel es un sabio que tiene 70 años y Estefi es una escolar de sólo 12. Edel no sabe viajar en el tiempo, pero ha logrado descubrir un modo de periplo en la forma. Es decir, sin abandonar el presente, en vez de viajar hacia atrás en la cuarta dimensión, ha desvelado las claves para viajar hacia atrás en la forma sin salirse existencialmente de lo contemporáneo. Por esto y sobre todo porque ama muchísimo a Estefi, sin que nadie lo sepa salvo él mismo, hoy día primero de enero del 2007, ha emprendido el desplazamiento desde sus setentas años de edad hasta los catorce. Ha sido un éxito inaudito sin bandas de música. Completada la traslación en la forma, se ha mirado ante un espejo y he aquí que su cuerpo con muestras de enorme decadencia ahora luce de lindo púber, con cabellera espléndida y ojos azules como un cielo anticiclón; además, psicológicamente no se ha visto retrotraído y sigue gozando del mismo pensamiento sabio y experimentado que tenía. Lo más rápido posible, ha ido a ver a Estefi. Se ha presentado como nieto del anciano profesor al que ella solía preguntarle dudas escolares y en seguida se han hecho amigos de enamoramiento intenso. Estefi nunca había visto un muchacho tan atractivo como éste; de manera que hoy, en cuanto él comenzó a enamorarla, no ha puesto resistencia sino todo lo contrario: se ha sentido cautivada, afortunada como si hubiese llegado hasta ella la gloria. Este traslado, no a través de la coyuntura espacio temporal sino a través de las otras magnitudes que constituyen la forma, es el más grande descubrimiento del que se tenga constancia. Ante todo, el objetivo pasional de Edel es vivir el gran amor de su vida de igual a igual con Estefi, correspondiéndose, compenetrándose, amándose naturalmente con la energía o potencia de dos galaxias en atracción. La realidad de este amor ya es cuántica, grandiosa e inolvidable, más por el momento no puedo extenderme en más detalles, pues el vehículo literario en el que estoy narrándola es un microrrelato.

Mujeres que no piden mucho (o siempre me gustó Alvite)

Vivíamos en una inmundicia tal que a veces tenía que tirar el bote de lejía porque se ponía mala; no sabes lo que es tocar fondo hasta que no hueles la podredumbre de la lejía pasada. Joder, un día entré en la cocina y te juro que oí a una cucaracha decirle a otra: «Emmanuel te lo digo muy en serio, hemos de librarnos de esta plaga de humanos antes de que nos coma la mierda.» Tenías suerte si yendo al baño te encontrabas por el suelo un klinex con no muchos mocos, darte el lujo por un día de poder limpiarte el culo decentemente era algo magnífico. El bidet sólo te lo ensuciaba más. Un día llevé a Claudia a casa; en cuanto abrí la puerta una densa marea gris nos abofeteó en la cara. «Querido –me dijo ella– sólo espero que me digas que a tu apartamento se entra por el cuarto de las basuras.» Decidí dar media vuelta y decirle a Claudia que aquel no era mi piso. «¿Y cómo abriste la puerta cariño?» Claudia no era tonta. «Yo no abrí la puerta –le dije–, fue la puerta la que abrió la llave.» «Ah», me respondió, y sacó de su bolso un cigarrillo que se llevó a los labios. Quizá sí lo fuera un poco al fin y al cabo, pero la inteligencia sólo le habría dado un ligero formalismo a los sonidos que emanaban de su cruda y bella boca.

La llevé a una pensión de mala muerte que se llamaba El enano cojo, en la recepción un enano cojo nos dio la llave de la habitación 9, nos acompañó cojeando porque no se fiaba de que la puerta abriera, la gente, por no volver a recorrer el pasillo solía tirar la puerta abajo, eso no le gustaba nada al enano cojo. Por el angosto pasillo que olía a rata fui contando las habitaciones, sólo había 8. Le pregunté al enano cojo qué cómo es que teníamos la habitación número 9. «Yo duermo en la recepción –respondió metiendo la llave en la cerradura– tengo la suerte de estar alojado en la suite principal.» La puerta no abría y el enano cojo la terminó tirando abajo. «No os preocupéis –comentó– ahora no duerme nadie en la habitación de enfrente y vais a tener aire acondicionado sin suplemento.»

La habitación no era gran cosa, aunque lo que en un principio creí reproducciones de Miró fueron al final humedades y manchas de sangre. Por lo menos la cama estaba hecha; tuve que deshacerla y quitarle la funda al colchón para encontrar un atisbo de higiene.

–Lo siento –le dije a Claudia–, no puedo permitirme nada más lujoso.

–No te preocupes, Raso –contestó Claudia quitándose el abrigo–, si la puerta estuviera en su sitio y una botella de Chinchón decorara la mesilla esta habitación sería idéntica a la de mi noche de bodas.

Siempre me habían gustado las mujeres no demasiado exigentes. Salí a comprar unas botellas de vino. Brillaba el sol en lo alto cuando empezó nuestra noche de bodas.

Vecindario

Hace dos años inauguraron un cementerio en el predio baldío aledaño a mi casa. Poco a poco se fue poblando de tumbas, algunas lujosas, pobres y apenas señaladas por cruces la mayoría. Como es de suponer, se trata de muertos nuevos, que siguen añorando su antigua condición de vivos. Por la noche se asoman sobre los muros medianeros y asustan a mis perros, que ladran desesperados. Yo me escondo bajo las frazadas hasta que sale el sol.

La razón

Le dijeron que no había dioses, ni mitos ni ritos, ni cielos ni infiernos, ni siquiera que se fiara de su imaginación, de sus emociones o de su intuición, y mucho menos que creyera en la magia.

Y se quedó sola la razón razonando.

Y se murió de pena.

Pero no soltó ni una lágrima.

Paz

La Muerte soñó que se moría. Se despertó tan asustada que decidió quedarse en cama todo el día. Los soldados –en cientos de frentes de batalla– aprovecharon la pacífica jornada para aceitar sus fusiles.

El Gran Circo Modín

El payaso de las bofetadas no se pudo borrar nunca la sonrisa cándida de amigo bobo que llevaba dibujada en la boca hasta el día que lloró, no se sabe si alternando debidamente un rato de alegría y otro de pena, cuando su compañera de cama y pista, la fantástica mujer barbuda, dio a luz espectacularmente a un bebé rollizo que nació completamente barbilampiño pero, nada en esta vida es perfecto, muerto de la risa.

El azar y el destino

I

Estaba pensando en el azar y en el destino cuando el azar quiso que conociera a una mujer y el destino me unió a ella.

II

Convivíamos los cuatro: El destino, el azar, ella y yo. El destino siempre estaba dispuesto a hacer alguna cosa, mientras que el azar se hacía el loco y saltaba por la ventana. Ella y yo contemplábamos estas escenas boquiabiertos.

III

Al final ella se puso de parte del destino y yo del azar: Ella tenía ganas de que hiciéramos algo y yo salté por la ventana.

Liru, liru…

Iba silbandito de vuelta a casa para ver la retransmision del partido cuando me topé, en medio del sendero, con un conejo gordo haciendo el pino.

–¡Aparta, mamifero extravagante!- le conminé.

El bicho seguía boca abajo, haciendo el tonto, pasando de todo, orondo como una bola.

¿Como una bola? Me miré el borceguí del cuarenta y seis...

Voló ocho, diez, quince metros, hasta estrellarse en el tronco de un arbol.

–Mierda, fue poste…– me dije mientras retomaba mi camino, cojeando un poco, con el pie dolorido pero bastante confiado de que íbamos a ganar.